Los ojos de los peces esconden palabras que abren persianas para imaginar qué guardan otras ventanas, viajan a Islandia en una época en la que aún no hay auroras boreales, van hacia el mar, casi siempre, de hecho, terminan en el mar, ya sea este el morir o el vivir.
Lloran la ausencia del padre y se duelen de la fragilidad de la madre, se sumergen en lo intensamente azul del agua de la piscina, pierden las llaves, los calcetines y, a ratos, la esperanza. Se enamoran y desenamoran, se mudan de casa, se pierden en Vietnam. Ven películas o escriben la crónica de un trayecto en tranvía, que no se llama Deseo.
Tras Los ojos de los peces hay dolor, soledad, la necesidad de atrapar el instante y la de reinventar los sueños. También algún toque de humor, a modo de escudo, pies descalzos sobre la arena, deseos de bailar y buscarse entre las grietas y, de fondo, ese miedo a mirar de frente los ojos tan abiertos de los peces.